De pronto la paz es perturbada por la insólita aparición del "Toro" y de la "Mona" que llenaba de pavor al vecindario. Ha pasado el toque del Ángelus, la oración de la tarde y se oye el eco piadoso del "Alabao" que se pierde entre el caserío y la densa oscuridad que lucha con la tenue luz de los mecheros, que encendían en las esquinas de las calles los guardianes del orden público.
Avanza la noche, a lo lejos se deja ver la silueta de algún provinciano trasnochador, que comenzaba a deambular y mientras mayor era la oscuridad, éste no tardaba en volver acompañado de otros que, llenos de pavor retornaban a sus casas porque habían visto descender al "Toro" que bajaba bramando del acantilado del cerro del Biombo, echando chispas de fuego por el hocico, que en su exaltada imaginación veían toreado por una mujer a quien le llamaban en su ingenua sencillez "La Mona".
Aterrorizados unos, valientes otros, descontando algunos que caían desplomados por la obsesión que tenían de que era un espíritu diabólico, continuaban inmersos en aquel espectáculo. Los valientes, se quitaban el típico "patío" (una prenda de vestir de los hombres humildes, que se ponían en la cintura sobre los calzoncillos) o usaban la frazada para torearlo.
Ésto hizo arraigar la costumbre de cantar a la hora del Ángelus, el "Alabao" por los caciques del pueblo que contestaba el vecindario las últimas palabras de la piadosa oración, hasta perderse en el silencio de la noche. Por ésta leyenda se le ha llamado el cerro del "Toro".
Los que éramos niños a fines del siglo pasado, rodeados en torno de una mesa o del bracero, oíamos con atención la admirable fantasía de éstas maravillosas leyendas, que nos llenaban de curiosidad, pavor y emoción. Esto no dejaba de despertar el interés para que cada vez que se pudiera, nos la repitieran nuestros abuelos. Así, mientras la abuelita tejía, el abuelito torcía su cigarrillo de hoja y nosotros jugábamos; después de terminar nuestra tarea, rezábamos el rosario y como premio nos deleitaban contándonos éstas leyendas. Acámbaro es bello por estas tradiciones y leyendas que nos hacen recordar los días que se fueron.
La paz que se había perdido con este relato, vuelve al conjuro de los abnegados Misioneros Franciscanos de Zacatecas, en el año de 1845. Después de haber realizado las misiones; el pueblo, que ya había retornado a la tranquilidad, no dejaba por esto de suplicar a los Misioneros y al Párroco que conjurasen al "Toro", y esto los confirmó más aún en su fé quedando solamente como testigo, la estampa del "Toro" y la "Mona", en el peñascoso acantilado, formados por manchas obscuras en la misma roca
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